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La Razon newspaper interviewing Iñaqui Carnicero

«Unfinished». Una palabra «llena de esperanza» para Carnicero. «Lo inacabado está abierto a nuevas posibilidades», continúa.

Ahí comenzó el camino de este arquitecto, junto a Carlos Quintáns, hacia la Bienal de este año. El chileno Alejandro Aravena, como comisario principal, había propuesto a los participantes desarrollar un problema de su país en el festival. Tras días dándole vueltas, decidieron que no era cuestión de señalar con el dedo a un punto, sino que había que vincularlo con un tema determinado. Y así surgió el pabellón de España. Resultado: un éxito, del que ahora disfruta con unos días de «tranquilidad». Dieciséis años hacía que ningún español recogía el León de Oro de Arquitectura en Venecia a la Mejor Participación Nacional. Desde Alberto Campo Baeza. Dos escenarios muy diferentes, en lo que a la situación del sector se refiere, y dos momentos que Iñaqui Carnicero ha vivido de cerca.

–Sí, absolutamente distintos.

–Recoge ahora parte de los frutos de aquello.
–En ese año acababa de terminar la carrera y participé gracias a un concurso que habíamos ganado y porque Alberto Campo nos invitó. Entonces, terminabas la carrera y el panorama te ofrecía la posibilidad de comenzar a trabajar, ir a hacer proyectos y construir. Era tremendamente interesante. Ahora sucede todo lo contrario.

–¿En qué consistió?

–En realizar el edificio politécnico del CEU. Pero ya digo que en 2000 era posible recibir un encargo tan importante apenas recién titulado.

–Y 16 años después le ha tocado hablar de los problemas derivados de aquel «boom» inmobiliario.

–Sí, Alejandro Aravena planteó que cada país compartiera una problemática local y contar cómo la arquitectura le ha hecho frente. Me ha parecido bastante interesante el planteamiento, porque visitando toda la Bienal se consigue una perspectiva de los distintos obstáculos que hay en el mundo para aprender de ellos. Quizá sirva para adelantarnos a lo que puede pasar dentro de unos años o para ayudar a otras economías que ahora van bien.

Iñaqui Carnicero y Carlos Quintáns quisieron contar en «Unfinished» uno de los mayores problemas que se han visto por estas tierras en los últimos años: la burbuja inmobiliaria. Mostrarla sin decir nombres, «que los hay». Obras abandonadas. Pero esto consistía en algo más cercano a la labor social. En mirar hacia delante. Echando la vista atrás para no repetir. Para nada más. Dar soluciones en equipo –como aprendiera en sus orígenes jugando al baloncesto en el Ramiro de Maeztu hace 43 años; hagan cábalas con qué político coincidió dentro y fuera de la cancha entonces, y con el que comparte quedadas ahora–. Defendiendo el interés del proceso frente al resultado. Estructuras y materiales normalmente ocultos, pensados para no ser vistos y ahora mostrados al desnudo por el objetivo de siete fotógrafos que componen otros tantos reportajes. En los laterales del pabellón estaba el grupo de las 55 soluciones arquitectónicas propuestas por jóvenes españoles. Más que suficiente para hacerse con el León por una «selección cuidadosa que demuestra cómo el compromiso y la creatividad pueden superar los límites materiales y el contexto», defendió el jurado internacional de la Bienal en la entrega del premio. Para Carnicero, todavía con los pelos de punta cuando piensa en el León veneciano, es el resultado de «querer denunciar esto de una manera positiva y buscando la posibilidad de completar el trabajo de otro».

–Sin crítica política.

–Nada, y sin buscar culpables.

–Se trata de un servicio a la sociedad.

–Exacto. Trasmitir el mensaje de que desde el ingenio somos capaces de coger una realidad ya existente y completarla hasta darle un sentido.

–De todas formas, esto no es un virus únicamente español, como dijeron los ministros de Chile, Bélgica y Francia que les visitaron.

–Sí. Estaban muy interesados. Fue una sorpresa y un acto de generosidad de los otros comisarios, que no se centraron en defender sólo sus pabellones, sino que decidieron venir y hablarles de la temática que planteábamos y cómo resultaba relevante al enlazarlo con temas que estaban pasando en esos países.

–¿Algún ministro español se acercó por allí?

–No, tuvimos la mala suerte de que se jugó la final de la Champions y la representación política decidió ver el fútbol.

–Las crisis agudiza el talento. En esta ocasión, ¿cómo le ha influido?

–Llevamos mucho tiempo en España quejándonos y peleándonos, pero nos parecía interesante compartir y contar lo que la gente ha hecho a raíz de la crisis económica. Resultados de cómo el ingenio se ha afinado y las soluciones que han traído una nueva manera de responder a la arquitectura muy distinta a la de hace años. Y absolutamente exitosa.

Un carácter que Carnicero ha curtido en EE UU. Sí, es uno más de los españoles que ha tenido que emigrar para seguir adelante. Se fue para un año y ya lleva cuatro como profesor en la Universidad de Cornell. Él no lo ve como una huida, sino como una experiencia enriquecedora que con el tiempo repercute en tu propio país: «Ahora veo que la gente tiene bastantes razones para quejarse, pero más allá de quedarse ahí, lo que hay que hacer es un esfuerzo por ver de qué manera se es capaz de mejorar la situación». De allí vuelve con la envidia del «valor que le dan a las cosas, con independencia de las ideologías. No como aquí, donde tenemos una mentalidad más futbolera». O conmigo o contra mí.

–¿Sorprende a la gente que un arquitecto le pueda ayudar?

–Hay muchas maneras de hacerlo. Tal vez el mensaje que se ha lanzado de una arquitectura social es peligroso y lo usan con fines propagandísticos. Por eso prefiero hablar de la responsable: la que encuentra equilibrios entre los medios y los resultados. Un buen ejemplo de ello es donde estamos –Matadero–. En este caso el arquitecto no es un diseñador que introduce edificios nuevos, sino alguien que continúa el trabajo de otro y entra en diálogo con el pasado. Es bonito que tu trabajo sea capaz de poner en valor la historia de un sitio y proponga nociones nuevas para activarlo.

–¿Cómo puede conectar la arquitectura con la sociedad?

–Es importante que los que trabajamos en ella hagamos un esfuerzo por relacionarnos mejor, presentarnos como gente capaz de resolver problemas y no como artistas interesados en nuestras propias firmas y diseños. El potencial que tenemos es tremendo. Hay proyectos a gran escala, pero también a pequeña. En eso hemos fallado durante los últimos años: en no mostrarnos como profesionales capaces de mejorar las condiciones en las que vivimos, sino como como estrellas.

–¿Se ha sido pretencioso?

–Durante el «boom» hubo una inversión muy grande.

–Se hizo de todo…

–Se promovieron muchos edificios públicos y se generó un escenario tremendamente interesante porque era fácil acceder para jóvenes. Desde el punto de vista arquitectónico fue muy interesante. El MoMA nos puso en la élite mundial de la arquitectura por la variedad de soluciones que se ofrecieron.

–No todos fueron burradas de gasto millonario.

–De esas hubo también muchas: teatros desproporcionados, palacios de congresos sin sentido, aeropuertos innecesarios… Con el tiempo se ha visto que bastantes de estas cosas eran innecesarias y que el presupuesto, más que ayudar, hizo recargar de elementos innecesarios.

–¿Ha quedado Calatrava como el gran exponente de lo que habla?

–No me avergüenza decirlo: para mí, es un arquitecto que ha hecho mucho daño a la hora de presentar lo que es esta profesión a la sociedad. Mi madre me dice que le encanta y yo me peleo todos los días por convencerla de que no es un buen arquitecto.

–Tiene muchos diseños espectaculares.

–Es muy espectacular y se puede pensar que sus proyectos son innovadores y distintos, pero la arquitectura no es sólo eso. Requiere inversiones muy fuertes. Ahora, con el tiempo, se está demostrando el fracaso que fue en ciudades como Venecia, donde se propone un puente en el que la gente se resbala, Nueva York, con una salida de metro con el presupuesto doble del inicial que se barajó, y Valencia y sus edificios en ruinas.

–Más los gastos disparados…

–También. No hemos sido conscientes del gran esfuerzo que costaba realizar esos edificios por el beneficio que la ciudad recibía a lo largo del tiempo, pero si todo está en ruinas es que algo ha fallado.